Hoy tengo una crisis personal, una de esas crisis que no tienen nada que ver con nada externo, que sólo se fundamentan en que algo dentro de uno mismo no va bien. Para mí son las peores.

Nunca he tenido mucha fe en mí, quizás porque nunca me he demostrado demasiado que la merezco, o porque no he aprendido a mirarme con buenos ojos. Es posible que sea demasiado crítica conmigo misma, como me dicen algunos que me conocen... también es posible que no.

Esta crisis tiene además otro punto en mi contra: odio a los llorones. No me gusta la gente que se queja sin motivo, o que se queja sin poner todo de su parte. Siempre he pensado que hay poco de qué quejarse realmente en la vida, y lo que nos concierne podemos intentar cambiarlo. Esta mañana me he mirado en el espejo y no me he gustado. He llorado como una cría y me he quejado de vicio.

Como casi siempre alguien del exterior me ha hecho abrir los ojos. Sí tengo fuerza, sí puedo hacerlo, nada me detiene excepto mis propias trabas, y por supuesto que puedo conseguirlo, pero no si me paro en un rincón a lloriquear, jamás si me lamento de no haberme dado cuenta antes de mis obligaciones. Ahora es el momento, ésta es la ocasión de demostrarme que soy capaz de aplicarme el cuento y luchar. Y lo voy a hacer, claro que sí, y cuando no tenga ganas de seguir pensaré en aquella frase de un gran caballero "la falta de fuerza de voluntad se suple con disciplina".

Parece mentira que hoy haya caido en la cuenta de todo esto. Ayer sólo oía reproches en mi cabeza, frases como "¿pero qué estás haciendo con tu vida?" o "no lo conseguiré porque no lo he conseguido hasta ahora". Me había conformado con tener atadas las manos, porque eso lo justificaba todo, "no puedo hacerlo, estoy atada". Increíble pero cierto, había entrado en la rutina de pensar que nunca podría desatarme y seguir. Hoy, a la hora del desayuno, por fin me he despertado. Yo me puse las vendas, sólo yo puedo qúitármelas, y vaya si lo haré. Ahora o nunca.