Cada noche la misma llamada, siempre a la misma hora, siempre la misma persona, siempre quería hablar conmigo. Al principio era divertido, hablábamos de cómo nos había ido el día, del tiempo, de cuánto nos echábamos de
menos... me gustaba, porque su voz era cálida y me transmitía cierta paz.
Últimamente todo está cambiando. Nuestras conversaciones ya no son como antes. Empiezan, sí, de la misma forma que las de antaño, pero todo lo demás es diferente: suena el teléfono, veo su número, lo cojo, me saluda, respondo... y a partir de ahí ya no comprendo nada. Su perfecto castellano con un ligero acento familiar se convierte de repente en una lengua completamente extraña para mí. Me pierdo, preguntó mil veces "¿qué dices? ¿me lo puedes repetir?" pero no sirve de nada. No sé si yo también hablo ese idioma sin saberlo, porque ella sí parece entenderme a mí. Habla y espera mi contestación, que no llega, claro, si no comprendo nada...
Anoche esto volvió a ocurrir y, asustada, pedí ayuda a mi madre. Resulta que ella tampoco entendía ni una sola de las palabras de aquella señorita. Aún así, lo intentó durante más de tres horas. Ambas lo intentamos. Al final, harta, cansada, desesperada por la angustiosa rutina de estas conversaciones grité ¡¡basta!! y parece que funcionó. Se hizo el silencio... No sé si le gritaba a mi madre, a mí misma o a aquella vocecita, pero gritaba, y mucho.
Grité que no se puede perder tanto tiempo hablando sin decir nada, que en la vida hay más que hacer que dedicarse a escuchar durante horas y horas palabras que se lleva el viento. Si no nos entendemos, pues ya está, no llame más a esta casa señorita, cuéntele sus cosas a alguien que la comprenda y pueda ayudarla, porque aquí se nos ha terminado la paciencia....
Acabé mi pequeña e inútil argumentación, respiré hondo y esperé. Al otro lado del teléfono sólo se escuchó un "adiós"... y lo entendí perfectamente.