El domingo fue un día extraño para mí. Volví a pisar mi escenario preferido, lo pisé con ganas, con fuerza, y sin embrago no me llenó como solía hacerlo. Parecía desierto, parecía más grande, faltaba tanta gente en él...

Miraba sin querer al patio de butacas. Como siempre, no distinguía más que sombras, pero cuando la luz se encendió comprobé que había muy poca gente, quizás notara que faltaba mi gente y por eso el vacío se me antojaba enorme.

Al final aquel vacío no estaba ni en el escenario ni en los asientos sin ocupar, estaba en mí. Una especie de desolación me invadió cuando el espectáculo terminó y se cerró el telón. Nada era como antes, y nunca volvería a serlo.

Miré aquel teatro desde fuera y lo hice con nostalgia. Dejé que las lágrimas brotaran de mis ojos, y sentí de un modo claro la tristeza de saber que quizás esa fue la última vez que bailé encima de mi escenario.

Tengo desde entonces un sentimiento agridulce cuando recuerdo cómo me sentí, sola, triste, casi obligada por las circunstancias a pasar página y abandonar algo precioso de mi vida...